Bastaría un ridículo grano de arena
cubriendo el precipicio de su boca,
un gesto menudo de desprecio
en el azul que revientan los párpados.
Bastaría una herrumbrosa palabra
(migaja del abatimiento)
para poner en orden el festín
de su naciente despedida
hundir en el paisaje del espejo
el hambre persistente de silencios.
Bastaría un dios de rasgos apacibles
(necrosado miedo a su perdón divino)
para sentir que está rompiendo las cadenas.
Que comience a desprenderse el polvo
al movimiento de sus alas.
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